Cuando conocí al Conejo y a su pandilla, era tan difícil acercarse a
ellos como querer meter las manos en una colmena. Manteniéndote a
distancia estaban asegurándose de que su mundo permaneciera intacto y
que ningún elemento extraño alterara su rutina. Años más tarde he
podido ir confirmando que ese mecanismo de defensa obedecía a una
reacción inconsciente ante las múltiples experiencias de rechazo de las
que eran – y son todavía – víctimas. Para casi la mayoría de la
población de la zona, la gente que trabaja en el vertedero municipal no
solamente está sucia sino que es peligrosa, mala, agresiva, ladrona.
Esta percepción se traduce luego en actitudes que marginan y que hieren
profundamente, provocan resentimiento y despiertan la agresividad como
mecanismo de defensa. Fue necesaria mucha constancia y mucha paciencia
para ir logrando abrir una brecha en ese muro invisible que nos
separaba en realidad un balón de fútbol, una olla y unos caramelos
pueden obrar maravillas. La intención era
buena, procurar para los niños y niñas trabajadores del vertedero
municipal un espacio que les permitiera acceder a mejores condiciones
de vida: educación, salud, alimentación y recreación. Sin
embargo, no contábamos con su rechazo ni con los prejuicios de los
mismos padres de familia. Dentro de este proceso de conquistar un lugar en su ambiente y en su vida, los voluntarios o cooperantes han desempeñado, sin proponerselo siquiera, una tarea vital para el futuro de estos chicos: ayudarles a reconstruir su mundo afectivo y abrir sus horizontes a otro modo de relación. Susi
vive en la más marginal y peligrosa de las barriadas de la ciudad. Sus
primeros pasos los dio precisamente en el vertedero, en medio de los
sacos llenos de material recolectado por sus padres a quienes comenzó a
apoyar en cuanto tuvo fuerzas. La dureza de las condiciones de
vida y las jornadas tan intensas dejan poco espacio para las
expresiones de cariño por parte de los adultos. A esto hay que
agregar la tremenda inseguridad que le provoca el haber heredado
algunas pequeñas limitaciones para la expresión oral y el aprendizaje.
Es por eso que puede tomarse como todo un logro el que al cabo de los
años y del contacto con gente que le dedica tiempo, atención y algo
más, ella se atreva a tomarte de la mano, regalarte una flor o algún
objeto que pesca dentro de la basura y te sonría mirándote a la cara
mientras espera que le abraces.
Los primeros voluntarios que llegaron, no pretendían quedarse más
que un par de días. Al cabo de un mes se marcharon convencidos de que
merecía la pena volver al verano siguiente. Lo demás fue producto del
boca a boca. Muchos de los que se apuntan no se imaginan
siquiera lo que les aguarda; algunos esperan que la tarea a desempeñar
corresponda con su formación profesional, aunque no siempre se da el
caso. Otros, al cabo de dos días se rebelan contra lo que ven
y tienen ganas de cambiarlo todo. Pero todos ellos tienen en común que
una vez dentro se ven obligados a replantearse muchos esquemas y
empujados a hacer lo que no esperaban, o simplemente a no hacer nada y
con ello, hacer algo que es realmente productivo: perder el tiempo con
un niño.
No es extraño cuando llega la hora del
receso tras la comida, ver a un europeo alto y bien plantado jugar a
las canicas con un grupo de patojitos (chiquillos) que se las ganan
todas; también ver a la chica guapa que comparte con otros la maravilla
que les produce verse en la pantalla de una cámara digital o dejarles
que ellos mismos hagan la foto, o sentarse en cualquier sitio mientras
le toman por asalto varios pares de brazos hambrientos. El
resto del tiempo lo dedicarán a trabajar en serio: dar reforzamiento a
algún estudiante atrasado, servir de auxiliares en el aula, enseñar
alguna manualidad, servir la comida y poco más.
Por lo general, el inicio de las vacaciones escolares en
España corresponde con el inicio de la temporada de voluntarios en
Comunidad Esperanza. Aunque es un período de tiempo muy corto
y movido, la presencia de voluntarios ayuda a refrescar el ambiente
muchas veces desgastado por las exigencias de un trabajo que se realiza
prácticamente los doce meses del año. Pero resulta también un momento
precioso para el encuentro e intercambio de ideas, creencias y
costumbres, ya que en un espacio relativamente pequeño logran convivir
en armonía personas con distintas concepciones religiosas y culturales. Al término de seis veranos se ha creado una
relación que da mucho para escribir y que va mucho más allá de la
simple cooperación. No es de extrañar, por ejemplo, que a unos
estudiantes de Primaria de un colegio en Madrid, Jerez o Zaragoza, les
resulte muy familiar la historia del Conejo; y es que su caso y el de
otros niños y niñas han servido como telón de fondo para educar en
ellos el sentido de la solidaridad, gracias a que algunos voluntarios
de la primera hora pertenecen a ese entorno y regresaron tocados. La
clave de todo esto pareciera estar en ese sano intercambio afectivo que
se da entre cooperantes y beneficiarios, una experiencia realmente
terapéutica: con el tiempo y la energía que invierten aquellos en éstos
refuerzan su autoestima y respaldan el motivo de fondo de Comunidad
Esperanza. Sin embargo, al mismo tiempo que estos pequeños se
sienten intensamente amados, mirados con respeto y promovidos en su
dignidad, suelen devolver con creces todo el cariño que reciben y
proporcionar al voluntario una nueva perspectiva acerca de la vida y su
sentido.
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